Ella, siendo tan de carne, de pronto se volvió mi propio personaje…
La miraba con pasión, pero sin ese sentido libidinoso que caracterizaba los vicios de la carne. No, yo no la miraba de ese modo. Yo disfrutaba observarla, la miraba juguetear su sensualidad con displicencia mientras la deja correr entre sus piernas, treparse por sus hombros, permitiéndole el desparpajo de alojarse bajo su labio inferior y acomodarse entre los pliegues que separan las orejas de la pronunciada pendiente de su cuello.
Siempre la observaba, me gustaba seguir sus movimientos toscos, su danzar torpe cada vez que recorre la pieza, cuando va estrellándose consigo misma entre los rincones de las sábanas. Jamás la escucho, solo la miro, y me admiro de cómo guarda con recelo toda aquella sensualidad que se derrama cuando se abren las cortinas y entra el sol sobre su pelo, ese modo con el que guarda bajo sus senos el desvelo y el vacío cada vez que tiene que abandonar el idilio de admirarse en el espejo y enfrentarse al mundo de los vivos.
Era ella para mí, más que la realización de su sexo…
Era un espejismo erótico y violento, era caldero de fuego y besos, era mi tiempo corriendo al ritmo de su aliento, mi profundo encuentro con la humedad que lubrica mis más elementales funciones orgánicas… y todo aquello era casi grotesco.
En verano y en invierno la descubría leyendo el capítulo 2 de rayuela con la cadencia perfecta de un lento verso y frotaba su cuerpo imaginando que era la maga, y para mí lo era, y ella flotaba y yo la dejaba viajar con su mente hasta el espejo, y como una proyección que ella enviaba a mi cerebro podía imaginarla plena y desnuda sintiéndose la maga, amando a la maga, excitándose con la idea de que su cabello y el de ella compartían el mismo aroma.
Yo disfrutaba vivir con su tiniebla, amaba mi propia visión de mí, a través de ella alimentaba mi más ciega concepción de lo eterno, perdiéndome en aquella admiración idólatra de su existencia y en la falsa embriagues de su cadencia… Pensaba en mí, en ella, en su piel tibia, en su vida sin primaveras, en los versos que le escribía, en el mar que amaba y en el día en que se apagó sus sonrisa.